miércoles, 4 de septiembre de 2019

El peso imponderable de las cosas ingrávidas

Necesidad de la oración ajena.

       ¡Trabajar, trabajar! Producir cosas que se cuentan y se miden y se pesan. Siempre habrá en el mundo quienes lo hagan por afición, por interés, aún por caridad. Pero eso no basta para equilibrar las balanzas de Dios. Hay que producir otras cosas que no tienen cuenta ni medida, porque lo que en alguna forma se materializa lleva en sí mismo su propia recompensa. Y es necesario ejecutar acciones que nadie pague, que a los ojos del mundo parezcan inútiles. Hay que echar en las balanzas de Dios, recargadas por las culpas de los hombres, el peso imponderable de las cosas ingrávidas, el vencimiento propio, la secreta renuncia a sí mismo, la obediencia, la pobreza, la castidad, la oración especialmente…

Hay muchas personas excelentes a juicio del mundo. Hablo de esos que se llaman buenos, porque no roban, ni matan, ni cometen maldades de otra índole y que están muy pagados y satisfechos de la pulcritud de su vida. Para ellos, Dios no es más que una hipótesis sobre la cual discuten los filósofos ociosos. Si Dios no existiera y estuviera en las manos de esas personas el crearlo, ¿lo crearían acaso? No, no lo crearían porque no lo necesitan. Ni le han adorado nunca, ni le han agradecido, ni le han pedido nunca nada, ni desean verlo cuando mueran. Han renunciado a Dios, no les interesa como Padre. Les basta con ser hijos de la fuerzas naturales, de la evolución de la materia. Darwin, Buchner, Haeckel, Spencer son sus profetas. La creación, la redención, Cristo, la Virgen María, todas las maravillas del dogma católico, no existirían si de esos santos laicos hubiera dependido su existencia.
Pienso en lo que les ocurrirá a esas almas cuando un día se hallen en presencia de Dios a quien ellos no habrían creado, de ese Cristo a quien no desearon y que no habría nacido si de ellos hubiera dependido… ¿Pueden ellos que vivieron entregados a la ciencia, o a los negocios o ala política, o a las vanidades de la gloria; ellos que cifraron toda su ambición en formar una hermosa colección de libros o de cuadros o de estampillas o de vinos selectos; ellos, que, sabiendo que algún día iban a morir, nunca pensaron seriamente en lo más serio que tiene la vida, que es la muerte; pueden esperar en ese Dios en quien no esperaron y a quien no quisieron ver, los acoja en su beatitud como a hijos predilectos?
                Sus virtudes naturales habrían merecido algún premio, y es seguro que Dios, que no deja sin recompensa ni un vaso de agua dado por caridad, no habrá dejado de premiar esas virtudes. Pero como ellos no quieren nada sobrenatural, habrán recibido bienes de este mundo, y sus almas se encontrarán en el otro, cuando lleguen a la presencia divina, con las manos absolutamente vacías.
¡No allegaron nada para la eternidad!
                ¿Esas personas se condenarán? ¡Misterios de Dios! En todo caso esas personas necesitan un milagro que las salve; un milagro de la gracia que a última hora le abra los ojos, que no quieren ver la luz, a fin de que nazca en ellos la humildad y el arrepentimiento. Y para que ese milagro se produzca, es necesario que alguien lo pida en el mundo, que alguien rece constantemente por la salvación de los que no han pensado nunca en Dios, lo cual es peor que no creer en Él. Es necesario que muchas almas puras se congreguen y se dediquen exclusivamente a rogar y no reciban más salario por ese trabajo, ni por sus renunciamientos y sacrificios secretos, que la conversión de esos desventurados que nunca rezaron por sí mismos.


                             
                                                                15 días sacristan-  Hugo Wast