Necesidad de la oración ajena.
¡Trabajar, trabajar! Producir cosas que se cuentan y se
miden y se pesan. Siempre habrá en el mundo quienes lo hagan por afición, por
interés, aún por caridad. Pero eso no basta para equilibrar las balanzas de
Dios. Hay que producir otras cosas que no tienen cuenta ni medida, porque lo
que en alguna forma se materializa lleva en sí mismo su propia recompensa. Y es
necesario ejecutar acciones que nadie pague, que a los ojos del mundo parezcan
inútiles. Hay que echar en las balanzas de Dios, recargadas por las culpas de
los hombres, el peso imponderable de las cosas ingrávidas, el vencimiento
propio, la secreta renuncia a sí mismo, la obediencia, la pobreza, la castidad,
la oración especialmente…
Hay muchas personas excelentes a juicio del mundo. Hablo de esos que se llaman buenos, porque no roban, ni matan, ni cometen maldades de otra índole y que están muy pagados y satisfechos de la pulcritud de su vida. Para ellos, Dios no es más que una hipótesis sobre la cual discuten los filósofos ociosos. Si Dios no existiera y estuviera en las manos de esas personas el crearlo, ¿lo crearían acaso? No, no lo crearían porque no lo necesitan. Ni le han adorado nunca, ni le han agradecido, ni le han pedido nunca nada, ni desean verlo cuando mueran. Han renunciado a Dios, no les interesa como Padre. Les basta con ser hijos de la fuerzas naturales, de la evolución de la materia. Darwin, Buchner, Haeckel, Spencer son sus profetas. La creación, la redención, Cristo, la Virgen María, todas las maravillas del dogma católico, no existirían si de esos santos laicos hubiera dependido su existencia.
Pienso en lo que les ocurrirá a
esas almas cuando un día se hallen en presencia de Dios a quien ellos no
habrían creado, de ese Cristo a quien no desearon y que no habría nacido si de
ellos hubiera dependido… ¿Pueden ellos que vivieron entregados a la ciencia, o
a los negocios o ala política, o a las vanidades de la gloria; ellos que
cifraron toda su ambición en formar una hermosa colección de libros o de
cuadros o de estampillas o de vinos selectos; ellos, que, sabiendo que algún
día iban a morir, nunca pensaron seriamente en lo más serio que tiene la vida,
que es la muerte; pueden esperar en ese Dios en quien no esperaron y a quien no
quisieron ver, los acoja en su beatitud como a hijos predilectos?
Sus
virtudes naturales habrían merecido algún premio, y es seguro que Dios, que no
deja sin recompensa ni un vaso de agua dado por caridad, no habrá dejado de
premiar esas virtudes. Pero como ellos no quieren nada sobrenatural, habrán
recibido bienes de este mundo, y sus almas se encontrarán en el otro, cuando
lleguen a la presencia divina, con las manos absolutamente vacías.
¡No allegaron nada para la eternidad!
¿Esas
personas se condenarán? ¡Misterios de Dios! En todo caso esas personas
necesitan un milagro que las salve; un milagro de la gracia que a última hora
le abra los ojos, que no quieren ver la luz, a fin de que nazca en ellos la
humildad y el arrepentimiento. Y para que ese milagro se produzca, es necesario
que alguien lo pida en el mundo, que alguien rece constantemente por la
salvación de los que no han pensado nunca en Dios, lo cual es peor que no creer
en Él. Es necesario que muchas almas puras se congreguen y se dediquen
exclusivamente a rogar y no reciban más salario por ese trabajo, ni por sus
renunciamientos y sacrificios secretos, que la conversión de esos desventurados
que nunca rezaron por sí mismos.
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días sacristan- Hugo Wast